Detesto estas noches cuando el café tiene un sabor insípido.
La repulsiva barahúnda gusta de fenecer mi paciencia, mi silencio.
Ya no puedo requerir de mis musas para calmar la ira de mi alma.
Recaigo por furia, por placer, el ya no poder evitar enviciarme con un cigarrillo,
con un estribillo de odio, rotundo que provoca el infierno que reside en mí.
Me quiero calmar intentando apagar el reloj, pero la adustez del tiempo
aun así indica en mi tez cuando ha amanecido y si es invierno,
y con presunción recalca que la regla es solo una: Tic-tac, tic-tac.
No hay nada parecido, que me regrese al equilibrio, así tan sombrío.
Ya no rio y solo escribo. Me entrego al jazz, al té, al desdén.
Es medianoche. Hay un pequeño impulso que me agita sutilmente,
causando altivez, al saber que vuelve a nacer.
Se exilia la remembranza y priva la torcida psicopatía
que aprisiona la simpatía, pero finalmente se entristece,
pues ya de alguna forma ha perdido su lucidez.