Fátima Aranda

Jefté

Hicimos del verbo carne;

después derramamos su sangre.

 

Exigimos los derechos propios de una conjugación

vacía de tiempo, aspecto, modo.

 

Cuando obtuvimos la presa,

 

borramos el trazo gris plata

despuntado entre los surcos de los renglones inclinados

 

y rescatamos el folio en blanco.

 

Arrugamos el papel emborronado,

sucio, resquebrajado

y lanzamos a la cara del Creador

la palabra de vuelta.

 

Derramamos su sangre, que era la suya y no la propia,

 

y la sangre ha teñido de rojo los vestigios

de una tierra que se prometía santa y eterna.

 

Tierra roja, sanguina, muerta.

Simiente trémulamente asesina.