Llegas tarde.
No hablo de horarios,
ni de franjas,
de los relojes analógicos
o digitalmente crueles
que nos arrastran.
Llegas tarde al baile del disfraz
que hace tiempo atrás
me enmascaraba.
Ya no tengo fuerzas, ni ganas
para encarar de frente
un cierzo que me acartona
con sus heladas las orejas.
Mi pelo ya no aguanta
más escarchas
ni los soplos del viento
de un norte,
por el que he caminado
tan a menudo,
que me conozco de memoria
sin llamar al asistente de turno
del duro plástico rugoso
del salpicadero.
No tengo fuerzas, ni ganas
para un interrogatorio monótono
en la austera comisaría gris
de cualquier Furillo triste
y su también triste canción
azul, cansada.
No tengo fuerzas, ni ganas.
Lamento pervertir la inocencia
nívea de tus previsiones
y me corroe adivinar la decepción
plantada en la sala contigua
de tus ansias.
No eres tú,
no es personal,
soy yo.
Yo, sólo yo,
y los miles de desaires
que me despeinaron el flequillo
engrasado de la paciencia
y me han convertido en la cínica
que hoy me habita
desalmada.
Llegas tarde para todo
y para cualquier cosa;
para la cita, para el amor,
para el café.
Ni siquiera ya llegas a tiempo
para el dolor que puedo ser
capaz de infringirte
si te quedas.