El oso despertó de su hibernación
a una primavera que él sabía
que ya no podía disfrutar.
Estaba atrapado
por su propia circunferencia,
en su propia cueva,
donde no quedaba nada más
hacer que morir.
Sus patas eran tan cortas,
en comparación del cuerpo
hinchado, demasiado débiles
para moverse,
solo eran lo suficientemente fuertes
como para desear y soñar.
Un día pensó en aventurarse,
salir a la cálida luz de primavera,
volver a la felicidad
donde abundaba
el zumbido de las abejas.
Donde el podría ver una vez más
a la hermosa abeja reina,
pero por desgracia;
el oso nunca podría abandonar
su cueva de tristeza.
Desde esta prisión eterna,
él quería poder decir
a la abeja reina
que él lo lamentaba,
y se había dado cuenta de su error.
El oso en su glotonería cegadora
había destruido la colmena de la abeja
y sufrió de ese exceso del
hombre rico, aburrido
y disgustado con su riqueza.
El oso quería prometerle a la Reina
que lo haría mejor,
qué sería diferente.
El la cuidaría y protegería
hasta que el muriera,
porque no quería vivir sin ella.
Pero el oso sabía que nada más
él podía soñar con todo esto.
Soñar con su reina y su colmena,
la que daba la cálida luz
de la primavera,
la luz que quería sentir
una vez más.
La luz que permanecerá
solo en su mente, para siempre.
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