EFRAÍN MUERTO
Ahora que estoy muerto y obligado a reflexionar
la vida me parece sencilla.
Yo aprendí a callar por no quedarme otra.
¡Qué se le va a hacer!
Sin embargo,
me esfuerzo por estar al corriente de mi vida
(la que dejé) atento al vacío
en que quedó la humanidad tras mi partida.
Y en el conjunto total de interrogantes
que me asaltan, pregunto:
¿habrán mencionado mi nombre los gendarmes,
los obreros, los flojos,
la lavandera en su estanque de agua jabonosa,
el inspector de aduana, el maestro,
la puta y el chicuelo bebiendo en los lagares?
¿Habrá quien repita mis palabras
oyéndolas de mi boca gastada,
arruinada por las hogueras
y el pánico?
Ahora que muero,
en un dramático gesto último de horror,
último de llanto…
¿Habrán de mencionar mis sueños,
mis ansias tristes?
¿Sabrán que nací? ¿Sabrán que me muero?
(¡Que me he muerto ya!)
¿O que mis restos remotos y distantes
olvidados en un escondrijo donde mis asesinos
los pusieron,
gritan lo que no gritaron
cuando aún estaban puestos a secar
colgados de un hilo de vida?
Me gusta la cortesía entre los muertos,
en especial,
cuando uno recién llega y no tiene la idea clara.
Porque para morirse lo mejor es
no saber demasiado,
y si es preferible, jamás enterarse de nada.
Aquí abajo, todos vamos pareciéndonos a todos,
laxos, cadavéricos, marchitos ¡repugnantes!
perdiendo el hábito de rezar
después de un largo siglo
de olvido.