EFRAÍN REVOLUCIÓN
Y me volví un empírico:
si había fuego,
tenía que comprobarlo con las manos.
Si un muerto entonces,
inclinábame sobre él
esperando el vaho de la resurrección
o de la irrecusable determinación
con que la Muerte acostumbra cerrar los párpados.
Ante los muchos mandamientos,
el menor arrepentimiento:
-Maté a un hombre
-Me acosté con la mujer de mi hermano
-Trepé tan alto en la mentira
que acabé por juzgarla cierta.
Todo esto hasta que me entregué a la revolución.
¡Viva la revolución! -grité
y obtuve mi licencia de revolucionario.
¡Viva la revolución! –gritaba
con mi fusil de juguete
y un corazón de utilería.
Así pasó el tiempo hasta que llegó a parecerme
que la revolución exigía un mártir,
un señor que pudiera sangrar hasta la última gota.
Las viejas no querían sangrar.
Ya estaban viejas y tenían la salud delicada.
Los hombres dijeron no estar dispuestos
habiendo tantas máquinas
que poner en marcha.
Los soldados dijeron querer pero
asomaba a sus ojos un brillo macabro,
una luz densa,
una sed de bustos y sables y condecoraciones.
Yo era revolucionario
y todos lo éramos.
Pero yo balaba como una oveja
(o un chivo)
cebado para el festín de la revolución.