EFRAÍN MARIONETA
Traza un círculo y harás mi cabeza.
Ahora dibuja una mueca de espanto…
¡Alto!
¡No tan debajo de los ojos!
¡No tan arriba de las cejas!
Así ¿Ves? Ese soy yo:
un bosquejo de tu mano
que vuelve a dibujarme porque todavía
no encuentra una forma decisiva.
¿Lo intentamos de nuevo?
Dos ramas de acacia, juncos, nervios…
“¡Estas piernas sí son buenas!”, exclamas,
y las clavas de cuajo
en el tronco suspenso.
Yo, por mi parte,
lleno de admiración hacia tus manos digo:
“¡Estoy listo!”
Pero te hablo y no me entiendes.
¿Es que no hay un idioma capaz de comunicarnos,
de unir esta conciencia inadvertida
a tu omnisciencia creadora?
Quisiera alzarme como Lázaro (el buen Lázaro)
entre los polvorientos harapos
de la noche sin retorno
y colgarme de tu pecho,
babeante, sonriente,
puro como un recién nacido.
Entonces tu voz ordena “¡Camina!”
y Efraín, úlcera de tu costado, pregunta:
¿A estas piernas mías
las moverán tus dedos
toda la vida?