Una tarde de ilusa primavera
empecé a divagar sin rumbo fijo,
terminé arrodillada en la ribera
del océano aferrada a un crucifijo.
Mis ojos empapados en cruel llanto,
producto de pueriles imposibles,
uníanse al vaivén del suave manto
del piélago en su danza impredecible.
De mis labios emanaba una plegaria
que ahogada entre gélidos sollozos
se arrancaba de mi alma solitaria
de la cual sólo quedaban mil destrozos.
¿Dónde estás mi amado y eterno amigo,
dónde fuiste a olvidar la fiel promesa
de brindarme con ternura tu abrigo
en el tiempo de alegría y de tristeza?
Amor mío cuánto duele tu ausencia,
cuan sombría es la senda sin tus ojos,
me condenas a morir en la inclemencia
al cambiar bellas promesas por despojos.
Volveré a transitar la alba ribera
del mar calmo que ve cómo me desolas,
que me pide que le ofrende mis quimeras
pues con penas de agua y sal forja sus olas.