CRÓNICAS DE UN PUEBLO
Crónicas de un pueblo viejo,
retazos de infancia sin color.
Sueños perdidos
en vuelos de gorriones,
que deshilacharon con sus alas
mi adolescencia, en un cielo
de pantallas
en blanco y negro.
Ahora vuelven para rendirme pleitesía.
Vuelve el canto de aquel gallo
de tonos grises,
tejiendo la madrugada y
el repicar de las campanas
de la Iglesia, en el altavoz
que hay en la mesilla de mi cuarto.
En realidad, nunca se fueron,
siempre esperaron escondidos
en el film de nitrato
de una película antigua,
de allá por los setenta.
Puedo sentirlos en estéreo
mientras recorro
virtualmente, en cada una
de sus secuencias,
las calles empedradas,
del bendito pueblo,
pidiendo que no me vaya.
Me detengo en las jaras y malvas
del río con el color mínimo
de una carta de ajuste,
y en el párvulo blanco
de la ropa tendida
con pinzas de madera
en los alambres de los patios vecinales.
Las palomas que posan difuminadas
en la plaza han pasado a un segundo plano, junto al buzón de correos,
que soñó con ser amarillo,
y la farmacia en
la que el boticario
pretendía vender píldoras
rosas, para desafortunados encuentros.
Vuelve el maestro,
quiere enseñarme su doctrina
hace años aprendida
y tras un lapso en el cliché,
el cartero, en un caminar
hacia adelante y hacia atrás
del botón del mando a distancia
para entregarme tu primera
carta de amor…., pero está borrosa,
como te recuerdo a ti, emborronado
de luces y sombras,
como recuerdo el pueblo en sí,
y a tu esencia decidida a mezclarse
con el aroma de la hiedra
al impregnar cada uno
de mis recuerdos.
Antonia Avellano Pérez