Te señalan con el dedo
con esa cruel etiqueta:
por cosas de la fortuna
has sido madre soltera.
Mira que juzga la gente
sin preguntarse siquiera,
si esa chica adolescente
se enamoró de un cualquiera
que, prometiendo la luna,
ha apagado sus estrellas.
Va el pequeño de tu mano
y temeroso, se aferra.
Él no sabe que le llaman
“el hijo de la soltera”
“ése, que no tiene padre”
“ése, al que nadie espera”.
¡Qué cruel suele ser la gente
cuando afrenta la inocencia!
¡Qué cruel suele ser la vida
que rebosa de inconsciencia!
Colocas sólo dos platos,
dos sillas junto en la mesa.
Tomas a tu hijo en brazos
y le acunas con paciencia.
Ese par de pantalones
que han brillado por su ausencia
lo suples con tu ternura,
segura de tu decencia.
Del que no supo ser hombre,
no hace falta su presencia.
Y cuando cierras la puerta
dejas que hablen afuera.
¡Que se traguen sus palabras!
¡Que cierren su boca abierta!
Y que te juzgue quien quiera;
si están libres de pecado
quien pueda, que lance piedras.
Vamos, la frente levanta
con tu mirada sincera,
porque no es ninguna afrenta
llamarte “madre soltera”.