No quiero adeptos,
quiero amantes...
Te quiero;
te quiero porque cuando leo
el transcurso de tu piel
sueño, se me va la cabeza
al lado mágico del sendero.
Te quiero;
te quiero porque cuando escribo
cada uno de tus rasgos, tus signos
de puntuación me salen al encuentro
y te dan la entonación correcta.
Me concedo paleta en mano
dibujarte, insinuarte cuando pronunciar
tu nombre no viene al caso,
mantener tu anonimato si el guion
lo requiere y sacarte del armario
cuando es menester hacerte pública.
Te quiero;
te quiero porque cuando me pongo
en frente de tu lienzo
se me disparan las alarmas,
desemboco en un estadio inédito,
fresco, con vistas al mar a veces,
otras veces a una montaña de encinas
constelada, y en este trance catatónico
te pregono, te recito para mis adentros,
que nadie se entere de lo que invento
hasta que dé a luz tras un dichoso parto.
Te quiero;
te quiero porque eres río que me fluye
de fuera adentro —¿o es de dentro afuera?—
y me desaguas de inmundicia y desierto.
Eres como poner una lavadora, irme, dejarte
sola que aniquiles la negrura de mis ropajes
y volver a por tu resultado, tenderte a un sol
radiante, restañarme de lágrimas y guardarme
en el ropero a que llegue mi momento.
Te quiero;
te quiero porque me haces olvidar
que estoy latiendo, me sumes incierto
en un mundo del que no tengo dirección
ni paradero y al final —cuando el concierto
acaba—siempre queda autobús de vuelta.
No duermo a la sombra de las estrellas
aunque si así lo hago sueño; fantasía
con billete de vuelta y pago contrarreembolso.
P.D. Así me ha dado por celebrar mi milésima
publicación en esta casa, y así la comparto
con ustedes, compañeros de habitación y terapia.