Gustavo Affranchino

La dimensiĆ³n de las ideas

Sus palmas
se abrían ensangrentadas
y
como si surgiese de entierros
que había visitado,
éste era uno nuevo,
profundo,
casi tocando las raíces de los árboles
que eran,
también,
parte de mí.


Y no hubo
ni siquiera
un escalpelo blanco.
Tu tripa rechoncha
se divertía inmediatamente,
sin vacilar,
sin jugar.
Como entrando de repente
en la vida de alguien.


Seremos Fontova.
Seremos como tantos.


Si los lápices del diluvio
derramaban su tinta inexistente.
Si las plumas
lo hacían a su vez,
enmascaradas de rabia,
con sudor y aliento foráneo,
redoblando los esfuerzos
por el cálido menúspar
que relatía.


Desde allí,
se internaron
ocultándose
los latidos del viento.


La cuspidilla de cera
tenía forma triangular;
aunque había ido redondeándose
con el paso de los años.


Sin cesar soplaba y soplaba.
Refulgente para ojos
que podían ver esas ondas.
Aunque no fuesen de luz.
Aunque fuesen ondas mecánicas
que ni ondas eran.
Pero se veía.


El soplido transparible
idiosincraba contactos supérfluos,
que rondaban las mentes abiertas.


Pero allí
en la dimensión de las ideas,
un torbellino
—¡qué digo!—
millares de torbellinos dulces,
embriagantes y feroces,
bailoteaban sin cesar.


Y bailotean ayer,
bailoteaban mañana,
bailotearán en este mismo instante
único y eterno.


Somos de raíz.
De cerveza vinolienta.
Somos trigo
en las almohadas cachuzas de Daphne.
Tobas alicahuates
revestidos como lechuzas
que no tocan el sinfín de portales.


No quieren que se abran.
O quieren,
pero le temen.
Les aterroriza lo que haya
del otro lado de algunas puertas...


Puede que
al abrir algunas de ellas,
no nada lastime al abridor,
al pionero.


Pero otras sí.


Otras sí ocultan tras de sí,
sólo distada por un ángulo leñoso de picaportez,
a relámpagos de fuego.
De plasma.
De contacto cercano
con la verdad.