Regresaron de un largo viaje desde la SE Ezeiza. Era el año 1987, y aún no existía la AU Ezeiza – Cañuelas. Entonces la travesía se realizaba saliendo desde Costanera sur, tomando por la Av. Independencia y luego, tras cruzar la Av. Gral. Paz se continuaba por la Av. Provincias Unidas, cuya continuación natural era la ruta nacional 3. Angosta entonces, y con muchos camiones como siempre, el periplo sólo de ida solía ocupar entre 90 y 120 minutos.
La cuadrilla se desplazaba en una camioneta de la empresa nacional. Una Ford Igarreta, con sus característicos colores naranja en la carrocería, con detalles en verde oscuro en los guardabarros. Era conducida por un chofer que también formaba parte del plantel de la empresa.
Así que el viaje en ambos sentidos resultaba un tanto agotador. Cuando regresaron al CME (centro de Movimiento de Energía, hoy SACME), tras cumplir con la habitual rutina de descargar los instrumentos, las valijas de herramientas y los materiales, subieron hasta el segundo piso a dar el parte diario. Dejaron algunos comentarios específicos, explicaron las pruebas realizadas, etc. También era costumbre saludar y despedirse hasta el día siguiente, hacer algún chiste o contar alguna anécdota del jornal antes de emprender el regreso al hogar.
En aquella época, la salida desde la zona portuaria era por regla una tediosa espera. Había que aguardar un largo rato en la parada de los colectivos 2 o 4, frente al restaurante de la central Costanera, que por entonces tenía acceso también desde la calle.
Para evitar esas dilatadas esperas, solía acordarse previamente con el chofer, que como favor los acercara hasta alguna zona más conveniente para abordar el transporte público. La estación de trenes de Plaza Constitución solía ser el destino común de la mayoría.
Ese día, como tantos otros, Mario aparentó prisa para irse, con el sólo y alegre propósito de ponerlos literalmente en apuros. Solía prometer que los dejaría si tardaban más de diez minutos en cumplimentar las habituales tareas de descarga. A sabiendas de que se trataba solo de una forma de divertirse, cumplían sin embargo lo pedido, conociendo también sus desaires y locuras comprobadas.
Así completaron lo antes posible su rutina, y con la excusa de no perder a su chofer, partieron vertiginosamente hasta la salida vidriada del edificio.
Ya a bordo de la camioneta, iniciaron el recorrido hacia la portería de la Central Costanera. Allí un guardia de seguridad patrimonial debía revisar lo transportado tanto en el interior, como en la caja de carga. Luego de lo cual alzaría la barrera y les cedería el paso hacia la calle.
Como tantas otras veces, el hombre saludó con su formalismo fingido. Se acercó a las ventanillas y miró fijamente a los tres ocupantes. Recorrió luego de un vistazo el interior del habitáculo hasta asegurarse de que ningún objeto que no fuera declarado atravesara la salida.
Tras unos instantes, le pidió a Mario que descendiera para que le permitiera ver la caja de carga posterior.
Era usual entonces, trasladar materiales y herramientas dentro de un cajón, para impedir que estos se desparramaran o dañasen. Por lo general estaban hechos de madera dura, y pintados de un color gris claro. Se los colocaba en la parte posterior separados del personal, por norma de seguridad.
Con un tono firme y marcial le pidió que abriera el cajón que se hallaba en la carga para examinar su interior.
Mario mostró cierta sorpresa ante el requerimiento, que en muchas otras ocasiones no era solicitado. Así que bajó con indisimulado fastidio del vehículo, subió luego a la parte trasera y luego de abrir el cajón exigió que el guardia revisara cuidadosamente el interior vacío del mismo.
Cuando la inquisidora mirada del guardia se hubo vuelto hacia Mario, éste con fuerte voz le interrogó: - ¿Todo en orden?
Satisfecha su curiosidad profesional, el guardia le miró con el mismo gesto adusto que nunca abandonó, y secamente le replicó: - ¡Puede seguir!
Mario volvió a ocupar su asiento de conductor, al tiempo que ponía primera y avanzaba lentamente por la calle de salida. Mientras se alejaba, miró atentamente hacia atrás por el espejo.
Cuando llevaba recorridos unos doscientos metros comenzaron a advertir una irónica sonrisa asomando en la comisura de sus labios. La que al cabo de unos segundos se transformó en una más amplia.
Intrigados por la misma y sin poder explicarla, no tuvieron otra opción más que hacerle la pregunta de rigor que sabían estaba aguardando.
Y ya con una risa amplia y victoriosa que no cabía en sus mejillas, nos confesó:
- ¡ es que lo que yo me estoy llevando es el cajón!