Fue uno de mis primeros trabajos. Yo andaría por los veintipocos y me encontraba en paro cuando recibí una llamada telefónica del servicio de empleo y formación para ofrecerme trabajo en una fábrica procesadora de cárnicos. Hablando en plata: en un matadero de cerdos, donde entraban los animales vivos por la puerta principal, y salían en forma de chorizos o filetes por la trasera.
Desde un principio supe que mi estancia allí no se prolongaría durante más de 2 o 3 meses, pues me dejaron claro que iba a cubrir una baja. Con todo, no quise pensar en ello y decidí esforzarme y tomármelo tan en serio como si se tratara de un trabajo de duración indefinida.
El día de mi incorporación, llegué con media hora de antelación, me dirigí a las oficinas y tras presentarme, llamaron al encargado de la planta, quien me acompañó hasta los vestuarios para entregarme el uniforme y asignarme una taquilla.
Sin haber visto un cerdo ni terminar de ponerme el uniforme, ya supe que no me iba a resultar sencillo trabajar allí, y por las orejas me entró el desánimo, al llegar hasta mis oídos una serie de gruñidos espeluznantes. Como puede ocurrir con las personas, en los animales son apreciables distintos tonos en los quejidos o gritos emitidos a causa del dolor. Aunque nunca presencié ni quise saber del metodo de sacrificio, más tarde pude comprobar que los animales no eran maltratados, y gruñían antes de bajar por la rampa del camión de descarga. Era como si, al detenerse el camión, de repente presintieran que algo malo les esperaba.
La desagradable sensación que me recorrió al escuchar los gruñidos, se confirmó cuando puse el pie en la fábrica, bajando las escaleras de los vestuarios. Sujeta al techo de una gran sala, circulaba una cadena mecánica, de la cual colgaban los cerdos, ya muertos, por las patas traseras, que salían de la zona de sacrificio atravesando una cortina de láminas de goma. En distintos puntos del trayecto de la cadena, había situados varios trabajadores que iban cumpliendo su función en el proceso de despiece de los cerdos. El primero, situado a la salida del matadero, se encargaba de quemar los pelos con un soplete; en segundo lugar, otro operario, ataviado con un delantal lleno de sangre y trozos de vísceras, y pertrechado con una gran sierra eléctrica de mano, de un corte los abría en canal desde los genitales hasta el cuello; un tercero les iba sacando las tripas; otro se dedicaba a cortarles la cabeza con un cuchillo para irlas colocando en una mesa... A esas alturas, yo ya debía tener un tono de piel entre amarillento y pálido, porque el encargado, un hombre de trato correcto que debía rondar la edad de jubilación, me preguntó si me encontraba bien. Yo, para no decepcionarle, y reuniendo la poca consistencia anímica que me pudiese quedar en ese momento, le contesté afirmativamente, aunque por dentro me entusiasmaba la idea de que me hubiesen llamado para cubrir una baja de 2 o 3 meses, y a esas alturas, incluso se me antojaba una eternidad. Si algo tengo claro, es que no serviría para trabajar de corresponsal de guerra o cirujano. Es curioso, porque me descompone ver sangrar a animales u otras personas, pero no la mí. A lo largo de la vida he tenido algunas heridas aparatosas y hasta me tranquiliza mirarme la herida porque me proporciona una sensación de tener bajo control mi estado.
Haciendo acopio de entereza, seguí al encargado a traves de varias salas más, donde los trozos de los animales eran cada vez más pequeños, hasta que llegamos a la sección de los jamones. Y entonces me dijo que por ser mi primer día, me iba a colocar a calibrar jamones. En un principio, lo de calibrador de jamones no me sonaba del todo mal, y por momentos fui recuperando la presencia de ánimo. Me guio hasta una mesa metálica, sobre la cual se encontraba una báscula manual, y según sus consignas, un compañero situado a mis espaldas, dedicado a deshuesar los jamones, me los iría dejando sobre su mesa una vez deshuesados, y yo me encargaría cogerlos para pesarlos e ir dejándoselos sobre mi mesa en 3 puntos distintos, según su peso(ya fuese menor a 6 kilos, entre 6 y 7 kilos, o más de 7 kilos) a otro compañero cuyo objetivo era rebozarlos en sal para pasárselos, a su vez, a un cuarto que se ocupaba de colgarlos en unos carros para llevárselos a una cámara bajo condiciones de humedad y temperatura idóneas.
A priori me pareció una tarea sencilla, y según mis cálculos, no tendría ningún problema para mantener el ritmo de mis compañeros. Además, ellos se encargaron de recordarme que la función de calibrar no entrañaba ninguna dificultad. Me encontraba situado de espaldas a mi mesa, esperando la llegada del primer jamón, mientras el deshuesador (un hombre que medía la mitad que yo, pero que cada uno de sus brazos me superaban en peso) me tranquilizaba hablándome de lo liviano de mi desempeño, en comparación con el suyo, o del de salador.
Tal vez demasiado confiado por sus palabras de aliento, el caso es que apenas habían pasado 5 minutos desde la llegada del primer jamón, cuando en su mesa ya se acumulaban al menos una docena de piezas, esperando a ser pesados por mí, y cuando miraba hacia delante, veía al salador de brazos cruzados esperando que le pasase el siguiente jamón. Otros 10 minutos, y el montón de jamones acumulado a mis espaldas me impedía ver al deshuesador.
- ¡Vamos, nuevo, que eres el eslabón más frágil!-. Me apremiaba no sin cierta sorna en sus palabras.
- ¡Estás rompiendo la cadena de producción, nuevo! Si quisiera, me podría ir a tomarme un café y a la vuelta no tendría ni 2 jamones preparados!-. Replicaba el salador, antes de reírse a carcajadas.
En condiciones normales, seguro que mi ritmo de calibrado habría sido mayor, pero ante la presión del atasco que estaba causando, hasta el marcador digital de la báscula se encasquillaba. Cuando el monton de jamones a mi espalda tocaba el techo y el salador se ponía a cortarse las uñas de los pies, venía el encargado para ayudarme a descongestionar el tapón.
Así pasé toda la jornada, y al día siguiente, a la hora de levantarme, tenía agujetas hasta en las pestañas, y a punto estuve de no ir volver al matadero, pero sobre todo por no dejar tirado al encargado, saqué fuerzas de flaqueza y volví.
Pasé un par de semanas malas, en las que no hubo manera de mantener el ritmo de la cadena y requería de la ayuda del encargado. Al cabo de los 2 meses, cuando ya me había habituado a ver sangre hasta en la sopa y era yo quien le pedía jamones al deshuesador y se los amontonaba al salador, lo cual también era lógico, por tratarse de una labor más sencilla que la de ellos, el trabajador a quien sustituía fue dado de alta. Y esa fue mi experiencia como eslabón más débil.