Ella bailaba jadeante con su cuerpo ondulante sobre las estribaciones de mi cuerpo; yo, en tanto, saboreaba cada una de sus rimas, pues, eran el líbido significado de su sensualidad, demostrada de manera imperceptible en su desnudez.
Yo no creía tal locura. Creía que la vida se apagaba tan solo cerrar los ojos, pero ella, como queriéndome arrancar de mi cordura, llega y rompe sin más cada una de mis barreras; las reconstruye a poesteriori a su antojo, al ritmo de sus caderas desnudas al compás que le dictaba la melodía de su cintura. Y yo me veía de pronto, así como ahogado y sordo ante los aullidos de este silencio, roto al sabor de sus rimas recitadas cual magistral poetisa desnuda en la cima de estos sentimientos.
—No te detengas amor—, era el idioma de su voz a manera de súplicas. —Hagamos de esta noche una mera fantasía bañada en los más oscuros sentimientos de dos cuerpos que se pierden enredados en la batalla de un amor que hasta hace poco se creía imposible—.
Mi voz era acallada por sus súplicas, quizá inconsciente, quizá deliberadamente, pues, satisfacían de sed el desierto de mi interinos, y cada una de sus palabras era esa agua que calmaba la sed de un ser que ya se creía sin vida. Era así ella, tan dulce y despiadada a la vez, como un fuego que quema, pero no arde; una rima suelta, pero que en la desnudez de su cuerpo formaba parte un erótico verso de un poema escrito en su piel, de la que me daba cierto permiso de forma inconsciente para degustarla con mi lengua. Así, al amancer de una sola noche, yo cantaba al unísono de la voz de su desnudez, lo que más tarde sería el más erótico poema de pasión que quedará por siempre tatuado en los misterios de mi alma tras disfrutar el sabor dulce de ella en su propia miel.