Había un verso en su mirada, uno que cantaba como alas de amor en los aires de melancolía en el cielo de una poesía, que en cada rima de sí se embriagaba. Quizá era el sabor de sus palabras alicientes al atardecer de un día de lluvia. De seguro era así en cada invierno. Guardaba tras de sí esa cálida locura, como desesperada por quererse consumir entre las llamas de su propio infierno.
Esa poesía de sus ojos me obligaba de forma inconsciente a recitarle, dejando atrás oculta, en las profundidades de su universo, todas mis locuras. Y es ahí donde yo le cantaba a veces una canción; otras, en tanto, me perdía en la ceguera de mis ojos taciturnos y encandilados con la luz de su belleza. De esa forma yo cogía de sí cada una de sus palabras, les inculcan a posteriori una magia que fuera equivalente a la dulzura de sus labios; y, como enloquecido en mi cordura inconsciente, terminaba en su piel desnuda y desesperante, todas las noches, una nueva poesía a su belleza.