He encontrado al asomarme
al trasluz de la ventana,
desplomadas en las losas
de un rincón de mi terraza,
unas bragas diminutas
que parecen ser de gasa
por lo fina y primorosa
que es su tela delicada.
He salido a recogerlas
coincidiendo con el alba
que, esmaltado por el sol,
ilumina mis mañanas.
El olfato me decía,
al notar la tibia ráfaga
del perfume que emitían,
que su hipnótica fragancia
turbaría mis sentidos
delirando con mil fábulas.
He pensado que serían
de una pícara muchacha
que, sintiendo los calores
del bochorno que acompaña
estas noches y estos días,
al sentirse sofocada
por ardores y deseos,
abrasándose en su fragua,
lanzaría por el hueco
del lucero de su casa
esa prenda sugerente
que enardece mis entrañas.
He subido a devolverlas
suponiendo que en la entrada
me esperaba la mozuela
sin ninguna indumentaria.
Si te piensas que deliro
¡te equivocas!, que allí estaba
exhibiéndose desnuda,
deseando que su braga
fuera el único atavío
que conmigo yo portara
al tocar la portezuela
que da acceso a su morada.
Y propone que me adentre
y que llegue hasta su cama,
y recorra con mis labios
los perfiles de su espalda,
y le bese la entrepierna
y le tome por las nalgas
y acaricie sus pezones
y me queme entre sus brasas.
Y eso hice, ¡no lo dudes!
consentí todas las trampas
que mi mente soñadora
se inventaba entre sus sábanas.
Pero fueron solo eso,
fantasías de una estafa
que el ingenio se imagina
cuando evoca los fantasmas
que se instalan sin sentido
en los quicios de mis ansias.
Porque un drama es no tener
a su núbil propietaria
convirtiendo mis quimeras
en auténticas hazañas.