Me detengo a ver, esa luz en el espejo, ese escapulario de recuerdos encajonados como un dulce juego, un dulce y macabro juego que parece repetirse al conciliar el sueño. En la mañana, al despuntar del alba, un rayo de luz se cuela por la ventana. Es mi despertador que, junto a mi reloj biológico, me sacude. En su ausencia, una fila de mirlas cantarinas alegra la magia matutina.
He llegado tarde, pienso, al mirarme en el espejo. ¡Qué va! ¡Estoy aquí! Viva, cubierta de ilusiones y una cinta de versos y diademas adherida a mi corpiño.
Hoy, descorro el velo del tiempo y vuelvo a mirarme en su extraño sortilegio. Ahí está, al frente de mis pupilas. Parece estático, pero se mueve a una velocidad interminable en el eje sacro de mi alma rota. Algo inconcebible, no ser capaz de detener el tiempo. Dejarlo diluirse cuál lágrima en las mejillas.
Lo he cambiado todo, tengo ese poder. Sentirme diferente, dichosa, ser yo una y mil veces. Hastío de mirarme en el retrovisor de mis angustias. Monotonía que arrastra la mirada, creyendo ver y no ver nada a la vez… ¡Alto ahí! La autocompasión no es sana. Mueca de ironía que ya no va. No es mi entorno ni la gente, soy yo. Que por lunas interminables me perdí en un piélago de dolor y tristeza que me aventó al lago insondable del olvido.
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Luz Marina Méndez Carrillo/05062022/ Derechos de autor reservados.
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