Cayeron mis párpados enrojecidos
por las coyunturas deslizantes
de lo que vienen buscando tardíos,
las grandes mujeres, las apasionantes.
Fue ella el cordel de mi lanza en la mañana
y ella también, mi quebrantada parte.
Sin inquisición ni talante, caí presa,
del fulgor inquebrantable, de una madre.
Tú mi gloria y talento, tú mi alma y navío.
Tú marcaste con rigor y, desconsuelo,
el camino de una fiel peregrina,
que sin lamento, avanza recordándote.
Y entregándome me dispuse, vivo reflejo,
a realzarte, entre todas las demás.
Madre, cayeron mis párpados enrojecidos.
Galilea R.