Critón, le debemos un gallo
a Asclepio.
—Canto de cisne de un sabio.
Ese día no estuve;
debí estar por contarme entre sus más tiernos amigos
pero no estuve —dije que eran paperas, o algo así,
o alguna excusa de la misma calaña—, estaba en babia,
en mis asuntos de un palacio con el que no contaba,
con mis ínfulas de príncipe sin principados ni principios,
desagradecido hasta la médula —y encima me apoyo
en su figura para forjar mi inmortalidad.
Ese día —día tan señalado, todos estuvieron— no...
Me dijeron —y yo aproveché para forjar mi fama—
que renunciando a una certera defensa se dejó morir;
llamó a un mozo para que le trajeran la postrera cicuta
y diese a su alma descanso, un espíritu que pretendió
quimeras tales como hacer pensar a la juventud.
Ese gallo lo tacho de genial ironía —una más de tantas—
porque, en el sarcasmo de su consabida labor pastoral,
abogaba por que nos curásemos todos —los ciudadanos
coetáneos y venideros— del pathos de la hipocresía,
del aceptar ideas por obligación, sin pensar en el alcance,
significado y esencia de las mismas; sí, curarse de todo eso
con la conquista de la muerte, Elíseo aspirado y deseado,
y allí sí vivir con la molicie de un existir sin un espacio
que acogote, sin un ágora que imponga leyes insostenibles
y convenciones que no convienen.
Esta mañana —ya pasadas veinticuatro horas de su bendito
deceso— subí al templo y en su hogar esparcí sus cenizas,
me arrodillé ante la magnificencia de Asclepio y deposité
a sus pies el cuerpo y la sangre de un hermoso gallo, floreciente,
dueño de su gallinero, y señor de su mundo —solo un gallo
de ese calibre le hace el honor merecido.
Imploro tu perdón por mi ausencia, maldita e imperdonable
ausencia, y espero que consagrarte mis laureles sea pago
suficiente para que el Empíreo cielo me haga pronto sitio.