Aquellos ojos eran húmedos, penetrantes, tiernos
gritaban la verdad de su juventud en su mirar profudo
su candor al pasar avengonzaba a las flores
e invitaba a recorrer en su mundo otro mundo.
Tan sólo dieciocho años ¡oh adolescencia divina!
Llena de alegría y de frescura, de sueños y de poesía
perfumaba los jazmines su risa cristalina.
Tenía tanta vida, tanto amor; todo lo había ofrecido
y no alcancé a retener sus escasas primaveras
cuando sin saber, por qué, la he perdido.
Sé que volveré a encontrarla, de aquí a unos años. . .
cien, o mil, pero qué importará el tiempo transcurrido
si solos, juntos, allá en el azul cielo
sentados en una estrella, nuestra estrella
con mi cabeza sobre su vientre,
me quedaré dormido. . .
Y no habrá más triste soledad ni amarga espera
será todo, celeste divino, un suspiro infinito;
abajo, en el mundo, seguirá el hambre y el frío
pero en nuestro astral edén tendré el abrigo
del calor de su cuerpo enamorado,
pues ella estará conmigo. . .
De la Tierra y los planetas y sus lunas
que giran en torno al Sol quedará el olvido
con su boca y su mirada, con sus besos y suspiros
mi delirio y mi deseo, su verdad y mi locura;
sentados en nuestra estrella, mudo testigo
con mi cabeza sobre su vientre, me quedaré dormido. . .
Y no estarán los niños que una vez soñamos
jugando, felices, en el jardín florido
ya no habrá anhelados atardeceres de invierno frío
sentados, abrazados, junto a la negra chimenea
mirando la danza de oro del fuego encendido,
. . . Pero ella estará conmigo.
Tampoco la lluvia otoñal ni el cálido estío
perturbará nuestro eterno descanso allá en lo infinto
y seremos dos almas vagabundas, sin meta ni destino
con el único ideal de amarnos por siempre en el tiempo
sentados en nuestra estrella, como dos aves en su nido
con mi cabeza sobre su vientre, en paz, me quedaré dormido. . .