Se ha caído una rama vieja, grande, casi sin hojas,
completamente vencida, rajada, así sin vida.
Ha quedado así, arrancada; casi expulsada de su tronco
y su raíz, como una muela fastidiosa del juicio…
Cuantos nidos, cuantos pájaros viajeros habrán quedado
entre su costra y dejado sus almas en sus hojas
para luego soltarse y hacerse aire ligero
entre lo turbio de todas las malezas.
El viejo árbol se ha quedado castrado, sin una parte
de sí mismo, de su historia.
Le han rodado ceros por el tronco hasta las raíces,
se ha arrancado del frío, del olvido
para empezar de nuevo.
Las sombras cambian, el aire danza y se humedece
en el zumo helado del silencio.
No sé si se estaba limpiando de lo que ya no le era útil.
No sé si estaba ofrendando una parte de si
al frío del olvido.
A ver, quien no se quita su mejor traje,
y se pone el vestido de la injusticia.
Y esta noche de otoño -de gris maldiciente-
he sentido tanto frío que tuve que echarlo a la estufa
para calentarme un poco -en la medianoche- donde el silencio
también aguijonea el insomnio.
¿Todo vale en esta vida?
¿Tiene uno que quemar lo que sea para seguir viviendo?
La vida sigue. Corre.
Y la muerte merodea. Corre más.