Hace mucho que no veo el mar...
Hubo un tiempo en mi vida que era pan de cada día —cada día de verano.
Empezaba temporada con la piscina del barrio donde vivía —como sabes, cerca del estadio del Betis—, y es que los niños por la tarde, en esos largos días de junio, cuando ya habían terminado el año lectivo, no tenían otra cosa mejor que chapotear hasta el cansancio, cenar después de arrancarlos del agua y que se acostaran como angelitos, toda la noche.
Cuando rayaban las postrimerías de julio llenábamos el coche de trastos camino a Huelva; la abuela Isabel esperaba con la ansiedad de unos brazos abiertos y apretarlos hasta el ahogo.
Agosto era un incesante ir y volver a una playa próxima a Punta Umbría —hablo de los últimos cinco años porque antes íbamos a Mazagón, donde esperaba una amiga de Ana, también con los brazos abiertos, aunque no tanto como la abuela. Sí es verdad que a ratos disfrutaba de la generosidad que la naturaleza mostraba con ese infinito y ruidoso oleaje, sobre todo en aquel espacio decadente de las tres de la tarde cuando comía, mirando al mar, al fondo del mar y sus rayas inalcanzables.
Con tres niños era de esperar que la playa no fuera todo el rato un lugar de esparcimiento para mí. Debía trabajar para mantener a los niños bajo custodia, que no fueran sorprendidos de repente por cualquier criatura marina con pretensiones no convenientes, algún leviatán de estos que saltan cual escaramuza berberisca para desaparecer bajo la invisibilidad de unas aguas tranquilas pero negras, y para siempre no tener noticia.
Me viene ahora un momento de esos que tocaban el atardecer, cuando el sol iba despidiéndose con la lentitud de mi molicie, rojo, casi sangrante, y que teñía de un aire entrañable tanto el trozo de playa donde sentamos plaza como el chiringuito que blanco ibicenco se alzaba cerca y que era tan bonito, tan de alto standing en esos lares, que apetecía comer todos los días, cenar, seguir después copeando sobre sus mesas blancas aderezadas de un aire tan de verano, tan mediterráneo, que inconsciente tocaba mi acaso remota esencia fenicia, farisea quizás..., sí me tocaba el alma, y también su música a juego.
Ahora, de mañana, en el día que cronológicamente comienza un verano ya harto de serlo a estas alturas, me acuerdo de todo esto, pero me acuerdo sanamente, sin acritud —como diría Felipe González—, como también me acordé de aquel día en el río Piedras, y que ya relaté hace tiempo.