Las gafas te dan un aire...
quizá más interesante.
—es solo una sensación.
Sabes que me gustan las gafas.
Las gafas son como andas,
como aquellos artilugios que inventaran
en el medievo para llevar sin pisar la tierra
a aquellos que debían volar, por su condición.
Son como un arado, un arado cerrado
en su ventana por un vidrio que procura vista,
un rastrillo con patas que no arranca la mala
hierba, solo la acaricia —me vuelves loco.
No te las pongas todavía, espera que me tome
el café para poder colocar sobre tu montura
toda la atención que cabe en mis sentidos.
Póntelas ahora, esas que de rojo tiñe su carcasa,
esas que parecen las que los aviadores de antaño
—esos de las películas segundoguerristas— lucían
para enardecer los ánimos femeninos y no tanto.
Échate para atrás el pelo, ese pelo negro ensortijado
que se desvanece en ondas sobre tus hombros,
dibujando la lascivia y edulcorando tus labios,
que se te vean las gafas con toda rotundidad,
sin cabello alrededor que no deje ver el bosque.
Póntelas, y quítatelas como burlándote. Juega conmigo,
con mis fibras y mis vísceras que van siendo tuyas
a la velocidad de este suspiro que no deja de escaparse.
Trota lenta para tomar impulso y desbocarte.
Deja que Afrodita se apiade de ti y tome tus riendas.
Me voy dejando llevar como aquel niño
que se agarró de la cuerda de un globo
y del que no se sabe su paradero, allá a lo alto.
No pare tu seísmo, me siento suelo que recibe el azote
de un terremoto japonés y que cimbrea, sin probabilidad.
Rompe la cama si quieres —compramos otra— pero no te quites las gafas,
porque si te las quitaras toda esta magia se desvanecería
como azucarillo en taza hirviendo, y me quemaría el alma.
Déjame aquí, en el cielo, atado como mono a un trapecio
de esta tenue cuerda, de un globo que hinchado asciende
a los confines desconocidos de la lujuria.