Alberto Escobar

La sinfonía de los adioses.

 

 

 

 

 

 

Decir adiós, esa es la cuestión.
Yo no sé decir adiós —elimino el yo 
porque dicen que es sinónimo de egoísmo.
Entiendo, después de dedicar mis ratos libres al pensamiento —sobre todo las dos horas posteriores al trabajo, andando por Sevilla, soltando la cabeza—, que vivir es aprender a decir adiós, y hay está la clave de la eudaimonía de la que hablara Aristóteles o, dicho en cristiano, el bien vivir, al que todos aspiramos aún sin darnos cuenta. 
Te recomiendo que escuches, y veas —porque la gracia está en verla— la sinfonía susodicha de Haydn, el que dicen que fue el maestro de Beethoven, porque es un epítome de la misma vida, entender cómo fluyen los acontecimientos es vital, y la aceptación es la madre de todas las ciencias, de todas las filosofías y sectas que se puedan inventar. 
Creo —como ves soy coherente en esta ocasión con lo que dije arriba— que dejar fluir es primordial porque somos ante todo energía, una energía que busca y necesita la química de otra afín con la que fundirse, emulsionar y formar otras químicas que a su vez buscarán otras y así per sécula seculórum, y a fin de cuentas el cuerpo es un crisol, una garrafa que contiene el vino que nos contiene, que se va macerando poco a poco al conjuro de la oscuridad de una portentosa bodega de experiencias, y con la levadura sobrenadando venturas y desventuras, alegrías y menos alegrías, posibilidades —amo la posibilidad, me gusta lanzarme al vacío porque soy aire, y el aire, aunque caiga al suelo, no se hace daño nunca y por eso vuelve a remontarse y a ocupar su espacio, libre, sin horizontes que le impidan ver—, torrenteras que se precipitan a un abismo de deseo, la vida es eso, es riesgo y hondonada, es que las cartas que guardas en la manga sean utilizadas en el momento justo; solo eso y un extenso tratado de buenas prácticas y geniales locuras. 
Volviendo a Haydn, quiero llamar la atención sobre el silencio. Si ves el transcurso del vídeo que busques en youtube sobre esta sinfonía verás que la sucesiva ausencia de los músicos, el jocoso mutis por el foro que se sucede hasta que la música se torna ya imposible, se realiza en silencio bajo la fingida indiferencia del director, que se limita a lamentar y a resignarse, y ese silencio es una réplica del que caracteriza el desfile incesante y continuo que presenciamos y sobre el que no tenemos poder siquiera para ponernos delante e interrumpir su cadencia. 

Solo sé una manera
de aferrarse a un tronco
al borde del río
para no ser arrastrado 
por la rabia incontenible 
del paso del tiempo.
Esa manera es el ahora.
Ese tronco firme y seguro
es el ahora, esa transcendencia
se antepone a lo efímero,
está inscrita en cada uno de los círculos 
de ese excelso tronco, grueso y arraigado,
anclado a la férrea materia del borde
de la arena, a tope de ramajos y alimañas. 
El soto dibuja el contorno del cauce,
donde tiene casa y cabida ese tronco
y su firmeza, y la mía, y mi eternidad
de un segundo, mas eternidad al fin y al cabo.