Ella era de esos versos que no se pueden recitar a la ligera, pues, su cintura guardaba esa rima candente que a veces se alojaba también en su mirada de niña mimada por un poeta desconocido y romántico. Pero ella sabía también que la noche es oscura cuando carece de su propia ilumunaria reflejada en el lleno de esa Luna que brilla siempre de forma incansable en su propio cielo. De esa manera, y a veces de forma misteriosa, su sonrisa producía esa extraña luz que en cielos descubiertos empaña la de las estrellas. Así, ellas sentían sana envidia por esa belleza reflejada en esa luz, pura, brillante y melódica en el ritmo insesante de los grillos de esas noches. Ahí, en cada fulgor, brillaban esas rimas que a las estrellas dejaba conforme con su propia locura poética. Así que cada noche, a la luz de esa Luna llena, las estrellas elevaban de forma danzante cada uno de los versos que había en esa cintura desnuda; luego estos se revolvían en el aire como aquellas mariposas nocturnas que bailan intensamente al batir de sus alas. Y, allá, en las alturas de los oscuros cielos, de forma misteriosa se combinaban por sí solos en un inusual poema de erotismo, el que, al final de la noche llovía en forma de chubascos sobre la blancura de unas sábanas. Era un blanco tan virginal como esa inocencia que dominaba su mente. Y, bajo la tibieza de esas oscuras noches en esa cama, esas rimas que le llovian encima, le mojaban cada centímetro a ese cuerpo desnudo e impaciente de nuevas poesías, por lo que, así, al final de la madrugada y antes del amanecer, retornaban a su cintura en forma de nuevos versos para repetir otro ciclo una nueva noche, en la que por una lluvia, ella se sentirá segura de sí misma, como rimas de versos de un bello poema de amor y fantasía.