Joseponce1978

Melones sonrientes

Entre tanta noticia desagradable a la que nos hemos visto abocados en estos últimos años, hace unos días escuché una en la radio que me hizo saltar de alegría, llevándome a pensar que no todo está perdido.

Iba conduciendo el coche de camino al campo con mi hija y su prima sin prestar demasiada atención a la radio, cuando oí nombrar la ciudad de Lorca y subí la voz para ver de qué trataba la información. El periodista entrevistaba al gerente de \"El niño del campo\", un almacén agrícola de la comarca. El hombre contaba que después de haber cosechado más de mil toneladas de melón y vender el resto bajo pedido, le habían sobrado 350 toneladas, y hacía un llamamiento desesperado animando a todo el que quisiera, ya fueran organizaciones como cáritas o cruz roja, como particulares, podía pasarse por el almacén a llevarse melones de manera gratuita hasta agotar existencias.

Llegamos al campo y justo aparcar, escuché un leve estallido en el motor seguido de una gran nube de vapor que se elevaba hacia el cielo como si los aborígenes del geiser estuviesen lanzando una señal de humo. Abrí el capó y ví como el vaso de expansión se había quedado sin una gota de líquido refrigerante. Diagnóstico: radiador reventado a las puertas del infernal mes de julio. En condiciones normales, me habría puesto a jurar en arameo, pero después de haber escuchado la gran noticia que acababan de dar por la radio, le dije a mi coche que no se preocupase, que en un momento lo llevaba al ambulatorio y con un par de tiritas asunto arreglado.

El taller me pillaba a 20 kilómetros y lo más prudente hubiera sido llamar a la grúa y no recorrerlos sin refrigerante, máxime con el calor que tenemos ahora, pero necesitaba llevárselo al mecánico cuanto antes porque al día siguiente por la tarde lo necesitaba para ir a trabajar. Nos subimos y, controlando la aguja de la temperatura para evitar un calentón irreversible del motor, conseguimos llegar al taller sin demasiados contratiempos. El hecho de que el camino hasta el taller fuese casi todo cuesta abajo, permitiéndome circular a bajas revoluciones, contribuyó a evitar un sobrecalentamiento, que me hubiera obligado a detenerme y llamar a la grúa.

 El mecánico, un hombre curtido en mil averías, capaz de reparar un motor con solo mirarlo, me tranquilizó asegurándome que al día siguiente tendría el problema resuelto. Antes de que la nube de vapor sintomática del escacharre se hubiese fundido con las nubes, tenía el coche listo. Llegué al taller el jueves a las 6 de la tarde, y el viernes a la 1 del mediodía salí con el radiador cambiado. Y no será por falta de trabajo, porque no dejan de llegarle vehículos con conductores cabreados al volante, y salir a las pocas horas más felices que un huevo de pascua.

Recuperado del susto, comí, me pasé a recoger a mi bichito terrible, y como no teníamos nada planeado, me acordé de la noticia que había escuchado el día anterior, y como el almacén se encuentra a 10 minutos de donde vivo, decidimos pasarnos a por unos melones.

Aparqué fuera del almacén y nos bajamos a preguntar en la oficina, pero antes de llegar, el encargado del almacén nos vio y nos preguntó si veníamos a por melones, le dije que sí y me indicó que metiera el coche de culo en el almacén. Fue muy amable y allí mismo nos invitó a una cata de melón, una variedad denominado galia, con una pulpa del color de la calabaza, jugoso como la miel. De entre las piezas que tenía preparadas fuera de la cámara frigorífica, estuvo seleccionando las mejores y me las fue metiendo en una caja. Cuando la tuvo llena, le dije que ya tenía bastantes e insistió para que me llevase otra caja. Al final me cargó el coche de melones y me hizo una factura por si me paraba la guardia civil poder justificar que no había asaltado una finca. Quise pagarle algo aunque solo fuese por la molestia y se negó tajantemente. Al bajar la rampa del almacén, los guardabarros traseros me tocaron en las ruedas y pensé que si conseguía llegar a casa con esa carga, el radiador ya habría pasado la prueba de fuego.

Con la inflación por las nubes y los alimentos alcanzando niveles prohibitivos, es de agradecer un gesto altruista de tal calibre. Es una fruta que les habrá supuesto unos costes porque cultivarla y recolectarla lleva detrás mucha mano de obra y gastos de transporte o fertilizantes, pero antes de dejarla en la tierra sin coger o malvenderla, han decidido regalarla en un tiempo en el que no se regala demasiado, lo cual es un detalle que habla bastante bien de estas personas.

Es esta una región llena de vitalidad donde la tierra y la poca agua que hay se optimiza al máximo y el ciclo de la agricultura nunca se detiene. Cuando el calor no permite plantar otra cosa, se le saca a la tierra melón o sandía, y el resto del año se cultiva brócoli o lechuga. Tras la cosecha, ni la planta ya despojada de fruto se desperdicia, al servir de alimento a los rebaños de cabras u ovejas que pasan alimentándose con los restos vegetales. La tierra aquí ni se queja aunque se le niegue un respiro de barbecho. Por ello, los problemas que azotan a otras zonas del país quizás aquí se dejen notar menos, porque aquí quien quiere trabajar, trabaja. Por eso aquí los niños ríen, sus padres reímos, las cabras y las ovejas ríen y hasta los melones ríen.