Tarde me di cuenta.
Ya era tarde, la sangre
hacía acto de presencia.
El borboteo era incesante,
la clámide blanca bajaba de tus muslos
como torrente fiero, arrastrando
tras de sí todas las posibilidades.
Te penetré profundo, con alevosía,
la noche me amparaba cómplice.
Aproveché tu séptimo sueño
para —prendiendo enérgico el puñal—
henderlo entero entre tus senos...
Antes de que el hierro tocara hueso
fui consciente, el amor me quemaba por dentro,
no debí darte muerte por que te amaba con locura,
pero fue más fuerte el rencor, el saberte desleal,
el haberte ofrecido tierra a otra semilla, más joven,
más verde, con toda la probabilidad por delante
para devenir árbol frondoso, para ser mejor que yo.
Soy Aquiles —nada más y nada menos—
y no puede concebirse un ser superior a mí,
más deseable, más encantador, no es posible...
Por muchos que sean los años que me cuencan la espalda
la leyenda me precede, soy presente continuo, y siempre
seré el guerrero de los guerreros en Troya —decidí no ir,
quedarme en el gineceo al calor de un cariño cierto,
me sustraje a cualquier fama, a cualquier prestigio,
a cambio de morir joven, no quise, me enamoré de ti.
Si me hubiera dado por ir al oráculo
y preguntar qué sería de mí al renunciar a mi divino destino,
habría ido a Troya, a morir y salir con letras de oro en los libros.
Tuve que matarte, aún rebosándome el amor por todos los poros.
Fue una cuestión de honor; tú no lo entenderías...