Madrid, Madrid,
¡qué bien tu nombre suena,
rompeolas de todas las Españas!
La tierra se desgarra, el cielo truena,
tú sonríes con plomo en las entrañas.
—Antonio Machado, otro ilustre paisano, inolvidable...
León Felipe y Alberti me intentaron convencer de dejar la capital, de ponerme junto a mi familia a cubierto de tanta bomba y tanto casquillo suelto, tanto escombro...
Mi madre, eterna musa, estaba de acuerdo, yo no tanto. Mi futuro en Valencia incierto; un profesor cualquiera de primaria, que imparte francés, que aspira a lo socrático y las nubes.
No sé..., tendría que pensarlo de nuevo, la oferta y la insistencia de los amigos tentadoras, sin duda; mi espíritu, ya viejo, bien entrado en los sesenta, me clava al suelo que piso.
No sé.
Para qué emprender nuevas lides
—la parca me espera en esa esquina.
Para que trazar rectas y semirrectas,
y crear nuevas geometrías, si la parca
está cerca: Allí entreveo su guadaña.
Para qué liar de nuevo los bártulos
—acabo, como quien dice, de migrar
de la Castilla profunda a la profana—
si el punto y final me espera al término
de esta frase. Para qué eludir narrativas,
para qué reescribir una historia que se acaba.
Mi madre parece más viva que yo mismo,
a sus ochenta cumplidos; sueña con Paris
y sus molinos, sus cancanes y fiestas.
Yo, ya siento —mi proverbial intuición
me lo canta bajito al oído cada día— las notas
de mi canción desfallecer, el allegro de Soria
y Leonor quedó en un adagio quedo y moribundo.
El bombardeo va engrandeciendo el silencio
de mis palabras, la metralla es cada vez más imperante
y su solfeo inapelable, inexorable —debo ocultarme
si quiero no ser pasto de aplastamiento...
Mañana —no por mí, voy levantarme y poner
a buen recaudo a mi madre, que quiere vivir todavía.
Su vitalidad me empuja, y la de mis hermanos pequeños.
Por ellos, no por mí, emprendo camino a lo incierto,
a Francia, al Folies Bergère y sus aledaños de alegría.
Madrid, querida, te dejo, me marcho, me tengo que marchar...