El buen médico sabe
que la mayoría de las medicinas
son inútiles.
—B. Franklin.
Siempre es temprano
cuando lo veo vagar entre los chopos.
Desde muy temprano, rozando el alba,
mochila al hombro, navega dentro.
Oigo el chasquido incesante de sus pasos
contra la hojarasca recién caída.
Va como recogido en sí mismo, pensando.
Mira pero no ve lo que tiene en frente,
parece como si sus ojos se depositasen
sobre una realidad de la que él solo
puede dar cuenta, ensimismado, quedo.
Dicen las malas lenguas del pueblo
que su razón se fue ya hace tiempo
por un amor, un amor que le dejó marca.
Dicen que era una chica rubia, menuda,
de ojos castaños, y con un calor dentro
que quemaba a cualquiera que quisiera
tocarla. Era puro fuego, y acabó ardido.
Rozando el alba, surcando caminos
entre los chopos, el frío ambiente
se dejaba espesar de escarcha blanca,
el témpano presente sobre algún ramaje,
las hojas se iban despidiendo de su verde
primigenio —ya iba siendo octubre.
¡Ahí va! Cabeza arriba, como empujado
por una fuerza que le entrara directa
del chopaje ambiente ¿Qué piensa?
¿Qué siente? ¿Qué arde por debajo
de esa piel castaña que apenas luce?
¿Adónde va? ¿Qué o quién le espera
detrás de tanta caminata sin rumbo?
Algún día me atreveré a cruzarme
en su camino y hacerle estas preguntas.
Espero que en ese momento me mire
a los ojos, me insufle de esa luz
que de seguro le brota por entre las pupilas
y me cuente sus entresijos, sus quiebros
y requiebros, todo aquel impulso
que lo empuja a una nada maravillosa
y delicuescente, inédita y entredicha.
Espero que ese día llegue y que la voluntad
me acompañe, y el atrevimiento
insolente de interponerme en su camino.