Recuerdo que crecieron como hermanos.
Él era su defensor en cada batalla de lanzas
y el juego los acercó más, como humanos.
Él con ella, siempre conformó sus alianzas.
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Se le criticaba esa fiel defensa y protección.
Eran unos niños, sensibles e imberbes aún.
Él lo sabía, ella ni había hecho la comunión.
Los adultos los miraban jugar y era común.
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Él confesó su apego, pero no sabía del amor.
Comenzaron las conversas en serio secreto.
Tuvieron pudor y el miedo les trajo el dolor.
Y la tía pronunció, de separación, un decreto.
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Ella sintió que, su frágil cuerpo, allí se moría.
No podía imaginar qué era eso del convento.
Se puso a rezar oraciones a la Virgen María.
Toda su dicha, la opresión la tornó tormento.
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El tejido, sería su juego y ello fue su agonía.
No se le dijo nada y se miraban muy tristes.
Vigilarlos los adultos ya se tornó una manía.
Se le explicó: irás al convento “Ya creciste”.
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Lo que Dios, allá en su trono une, unido será.
Al pasar de los años, cada uno, hizo su vida.
Pero, el amor bendito, nunca jamás morirá.
Hoy de vuelta, no hay quién, su amor impida.