Sintió un vacío enorme en su alma, y pronto descubrió que no estaba de cuerpo presente. Su yo vagaba en un espacio infinito y uniforme. Tanto así, que el tiempo no tenía sentido. Pues nada cambiaba allí. Todo era igual en cualquier dirección que se observase. Y sin mudanza, no hay tiempo.
Se sintió perdido. Aturdido por la andanada de datos estéril de sus sentidos. De repente, cobró confianza y se aferró con fuerza a una última esperanza. Era tal vez una corazonada la que le insinuaba que aquello no podía estar sucediendo. Su memoria le repetía a martillazos una y otra vez que aquello nunca había sucedido. Y no era una opción válida que ésta fuese la primera vez.
Así que se propuso a si mismo resistir al deslumbramiento que le generaba la grandeza de aquel inconmensurable lugar, y se concentró en el análisis más meticuloso de los detalles. Procuraba así detectar cualquier cosa curiosa que hubiese pasado por alto su razón.
Escudriñó. Buscando hallar cualquier detalle ínfimo que delatara anormalidad. Que le permitiera concluir que aquello era irreal. Un sueño quizás. Y al fin lo encontró.
No hubiera reparado en ello, a no ser porque su foco se dirigió a lo pequeño, abandonando de momento la abrumadora escena espacial. Su consigna fue buscar en lo ínfimo, para inferir lo gigantesco. Se empeñó en escrutar agudamente, hasta dar con un finísimo rayo oblicuo de luz. Observó como atravesaba un sutil haz de pequeñísimas partículas de polvo. Y su maravilloso cerebro lo ubicó de repente frente a una escena frecuente. Una como tantas, de aquellas que nos han dejado boquiabiertos por un instante, al sacudir las mantas con la ventana abierta de par en par. De esas que ponen en evidencia y se nos figuran como pequeños mundos puestos de repente al descubierto, pero que siempre han estado allí. Miles de infinitesimales corpúsculos que siguen una trayectoria browniana, sin solución de continuidad. ¡Y aquí al fin halló el crucial detalle anhelado! Observó como las partículas se elevaban lenta pero continuamente, siguiendo una verdadera trayectoria, pero altamente previsible. Un fenómeno que respondía a un algoritmo sencillo. Notó que no había caos en su desplazamiento. Y aquello lo puso en la pista de algo singular.
Era ahora evidente que dicha ilusión no se correspondía con la experiencia terrenal. Este si tenía un sentido, una ley que podría establecerse. Era un fenómeno creado entonces, y aunque mucho esfuerzo hubiese puesto su creador en dotarlo de realismo, la ilusión programada se desnudó de pronto ante la lógica.
Había probado con certeza que aquella realidad era virtual.
Una sensación de felicidad lo abordó, y al tiempo que esbozaba una ligera sonrisa, recordó aquel apotegma: ” Pienso. Luego, existo.” Y respiró profundo.