El cielo más animal
se cierne
como instinto materno
del temblor,
rosa alunizada
donde el ánima
anhela volverse contagiosa,
como murciélagos de hojarasca
o serpientes salpicadas
de raíces
revolotea la cría ingrávida
del roce,
aprendiendo a existir
de su pecado original,
en los labios atrofiados
de una aristocracia selenita
que susurra nanas de lluvia
desde el mar de la tranquilidad.