Escuchas la pestilente alma que hay en mi, ríes aunque lloras mi decadencia, comes del fruto de Dios, aquella virtud que hizo de mi vida una prosa legítima.
No culpo a nadie de mis travesías, caminé por el borde y ahora piruetas y regates juegan en la cornisa, soy yo amo y señor de una locura que está lejos de arrepentirse.
¿Qué tanto esperas de alguien que huye?