Me muerden los labios, las amortiguadas manzanas,
los cristales debilitados, las protuberancias con aristas.
Me atizan con carbones dioses y santos, pis de renovada
inexistencia, yerbajos, rastrojos de campo amapolado.
Me corroen con sus apóstoles los legítimos estridentes,
las flores inexactas, las senectudes elegidas por antónimos.
En esas lámparas, derribadas por los capiteles, naufragan;
por aquellas lecciones de vida infinitesimal y madera porosa.
Los ojos, que huyen de sus órbitas, como apenas ánimas
de cuerpo entero. Los racimos de la galaxia, la taquígrafa
del universo, el misterio que se esconde con hambre
en las vacías campanas.
Soy del viento de la unilateral costumbre de padecer asfixia,
de ese método básico de congénita fragancia.
Adoro vidas y mitos, leyendas vencidas, elasticidades
de ámbito resinoso, de combados materiales, que excluyen
mutuamente sus estambres dichosos.
Hay pues amor en mí; sombra de otoños, corporeidades
de robustas majestades, ese cónico laúd que emite sólo
su piedra-.
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