Esa mañana estaba feliz: había decidido irse en silencio, sin hacer tanto ruido y de la manera más apurada pero metódica posible. Para esa salida se puso sus viejos y gastados andrajos, ya tan cargados del peso de los años; limpió el cristal de sus gafas que habían sido empañadas por el vapor que emanan las húmedas lágrimas, saboreó una última colilla de cigarrillo, cargada de recuerdos y con el calado amargo del exilio que solo conoce el desterrado de su tierra; anudó con dignidad las tiras sucias que por cordones tenía en sus zapatos, lo único que no le quitaron sus amigos de todo su haber material y apuró el último sorbo del vino treintañero que guardaba con recelo para una ocasión muy importante y que solo hasta hoy, por fin, se presentó.
No hizo las maletas, igual nada tenía para empacar o llevar tras de sí. Tampoco se molestó en llevar paraguas, menos bloqueador solar; guardó solo en sus bolsillos unas cuantas escasas monedas que ni siquiera ya estaban en circulación y una vieja foto de un pretérito tiempo de dicha y luego de eso, matándole la ansiedad, dejó todo y nada, para salir a su gran aventura, su último gran sueño tras la felicidad que hace años no sentía, partió sin mirar atrás y sin nada, solo con la promesa propia de hallar la paz que la vida le había negado... Con volver a casa luego de ser un pródigo hijo de Eva. No dijo a nadie adiós, solo legó una sonrisa en sus labios a aquellos vecinos y extraños quienes por primera vez en años, vieron dicha y reposo en el frío e inerte cadáver del melancólico ser, que descubrieron esa tarde, esa misma tarde en que por fin fue feliz.