Mirando en sus ojos la luz que destilan
sentí la presencia de Dios en mi vida;
aquella mañana serena y tranquila
bordada de rosas y de margaritas.
Igual que la aurora, miré en sus pupilas,
el rayo que tiene la luz mas divina;
que espíritu llena de paz y de dicha,
lo mismo que un canto, que el alma cobija.
Sentía observando, su estampa tan mística,
de amor y de ensueño, la dulce caricia
corría en mis venas, la sangre de prisa,
lo mismo que ríos sus aguas deslizan.
Condujo a mi vera la dulce armonía
que tiene el arpegio del ave que trina;
y trajo a mis horas, la luz infinita,
que alumbra el camino de quien la reciba.
Sus cálidas manos, la gracia tenían
de hacer que empuñara mi pluma y mi lira;
llenando mi numen con la poesía
que fuera del alma pasión encendida.
Ahora en mis tardes, nubladas y frías,
añoro los tiempos de aquellas sonrisas;
que llenas de euforia, de ternura henchidas,
bebimos las copas de dulce ambrosía.
Autor: Aníbal Rodríguez.