Alguien me dijo
que El Capital fue escrito
en la época del romanticismo,
y le otorgo la razón porque eso
le da toda la razón al marxismo.
¿De qué serviría la crítica demoledora
contra las bases de la sociedad,
sin una fe que levante un mundo nuevo
sobre el edificio que pretende derrumbar?
Muchos olvidan a propósito que Engels
salía de noche de su vellocino dorado
para compartir la vida de la clase obrera,
para comprender la necesidad de que nadie
nunca más sufriera.
Una vez me leyeron una carta de Marx
donde confesaba que no le gustaba la
existencia como proletario, pero a esa
persona no le pudo pasar por la cabeza que
hablaba no solo de él, sino en nombre
de todos los marginados.
El Che concluyó que solo existe un antídoto
contra la sangre que chorrea del capital:
la sangre que escapa cuando nos arrancamos
el corazón y lo exponemos a riesgo de cuchilladas,
para propagar el virus del amor.
En sus cubículos asépticos, los destructores
se apresuran a decretar la defunción del marxismo
para convencernos de nuestra fatalidad como
peones dentro del tablero. Le temen a la fuerza
subversiva que pueda voltearlo y crear otro juego.
La peor crisis ecológica, más la económica, sanitaria…
y todavía me hablan de la eficiencia del capitalismo,
esa planta que devorará todo a su alrededor hasta
que no quede nada y se comerá a sí mismo.
Muchos piensan –también yo en las peores horas–
que estamos condenados porque la tendencia
al suicidio colectivo tira más fuerte que la salvación.
Pero muchas veces restriego los ojos
cuando en un minuto se me desnuda el amor.
A pesar de los pesares, me quedan tantas
reservas de esperanza y espero que
unamos las puntas de este mismo lazo,
por encima de las religiones e idiomas,
con la piedra filosofal tan buscada: «te amo».