Un hombre, cansado de buscar trabajo sin éxito, decidió montar un puesto de venta ambulante e ir ofreciendo por los mercadillos de distintos pueblos un artículo innovador. Los primeros días la gente apenas se acercaba a su puesto a preguntar por el precio y no logró vender nada. Desesperado por lo ruinoso del negocio, decidió cambiar de táctica. Reunió a una gran cantidad de familiares y amigos con el fin de pedirles que le acompañaran a los pueblos donde habría de ejercer la venta, ofreciéndose a sufragarles los gastos del viaje. Aparte, le prestó a cada uno 10 monedas antes de explicarles los pormenores del plan.
En un pueblo lo suficientemente lejos como para que nadie le conociera, a primera hora de la mañana montó su puesto de venta. A la hora acordada, cuando en el mercadillo había cierto trasiego de gente, sus familiares y amigos se acercaron al puesto y, fingiendo un excesivo interés en su artículo, simulaban comprarlo a cambio de las 10 monedas que él mismo les había prestado previamente.
Todo el que pasaba por la calle en ese momento, al ver tanto varullo en el puesto, se abría paso entre los familiares del comerciante para ver lo que se vendía allí. El objeto de la venta eran unos pequeños conos de cartón con una concha de molusco incrustada en el vértice, y cuando le preguntaban al vendedor para qué servían, éste les contestaba que aún no les había buscado utilidad, pero que si se demoraban en comprarlos, ahora que estaban en oferta, para cuando les encontrase la función, muy probablemente ya se le habrían agotado. Los potenciales clientes, al ver el éxito de los conos, y la cantidad de compradores que parecían quedar tan satisfechos con su compra, aunque en teoría no sirvieran para nada, no estaban dispuestos a quedarse sin el suyo, y ese día el comerciante vendió la totalidad de su género.
A las 2 semanas, el vendedor ya no necesitaba que sus conocidos le acompañasen, porque se había corrido la voz por toda la región de unos conos que, aún no sirviendo para nada, la gente los compraba sin dudarlo un instante. Incluso se formaban largas colas de clientes acampando en el punto donde el vendedor habría de montar su puesto, quedándose muchos de ellos sin su ansiado cono después de haber pasado largas jornadas a la intemperie. El comerciante optó entonces por vincular los conos a una marca registrada y cobrar por ellos 20 monedas en lugar de 10, sin ver disminuidas por ello sus ventas, sino al contrario; el ímpetu de los consumidores por hacerse con su cono de marca iba en aumento.
Como el comerciante, además de vender los conos, también los fabricaba, llegó un momento en que no pudo atender tanta demanda, y como el negocio era fructífero, montó una factoría y un centro comercial dedicados a la fabricación y venta de conos de cartón, y tuvo que contratar a miles de trabajadores para ello.
Ante el fulgurante éxito de ventas, los conos alcanzaron un precio desorbitado de 50 monedas, y muchos clientes no tenían el suficiente dinero para pagarlos, por lo cual el vendedor montó una sucursal bancaria especialmente dedicada a financiar sus conos, que además de no servir para nada, estaban hechos con un cartón altamente degradable, por lo cual los consumidores se veían en la obligación de renovar sus conos cada poco tiempo, viéndose cada vez más entrampados con la financiera de los conos con la concha en el vértice.