Recuerdo aquella tarde en que me supe perdido
ya no miré la playa ni el sombrío acantilado
perdió su atar la balsa en que me quedé dormido
desperté en alta mar tan extenso y desolado.
Con el paso de las horas, ya la noche me cubría
vislumbrado por la estrella que me cobijó en su manto
al no encontrar horizonte, triste el corazón sufría
y la luna fue testigo y compañera de mi llanto.
Comenzaba un nuevo día, el sol anunció en mi rostro
si dormí o aluciné no lo supe con certeza
al saberme abandonado junto a tal inmenso monstruo
mi alma se retorció agonizante de tristeza.
Otra vez la oscuridad me acechaba con sigilo
pude sentir el zarpazo de su fría indiferencia
oscura y extensa garra que preparaba su filo
tendiendo sobre mi ser su fatídica sentencia.
Me impulsé hasta cuánto pude apoyado por mi remo
deambulando de los mares los más remotos confines
en su mayoría rodeado de un silencio tan extremo
exceptuado por los cantos del albatro y los delfines.
Antes de caer el sol me envolvió una gran tormenta
incesante y tremebunda que a mí balsa azotaba
inclemente a cada instante se tornaba más violenta
imponiendo grandes olas que con fuerza levantaba.
Había soportado arduamente la contienda
después de aquella tarde mi cuerpo quedó exhausto
creía preferir cualquier otra reprimenda
deseaba el paredón o el fervor del holocausto.
Me despertó después el canto de una gaviota
y a lo lejos distinguí la ribera cristalina
las arenas de su playa con matices terracota
parecían esperarme dándome la bienvenida.
Encallé junto al tumulto de arena y piedra caliza
fueron tres o cuatro días sumergido en el naufragio
cómo quien un espejismo de pronto materializa
ignorando a mis instintos desapercibí el presagio.
Parecía todo perdido, era una isla desierta
la balsa en la que llegué se volvió hacía el mar abierto
la esperanza que aún guardaba ahora se encontraba muerta
al igual yo moriré añorando el bello puerto.