Alberto Escobar

Orfeo sin Eurídice.

 

Encadenar los perros en el sótano de la casa. Frase de Nietzsche referida a la represión de las pasiones que hay que reprimir. Así se decía a sí mismo Tomas Mann. Al tenerlos en el sótano siempre hay un riesgo de que se suelten. Esa casa es el propio yo. 

 

 

 

Estoy bajando al sótano,
al sótano de lo que nos pasó,
sin encender la luz bajo,
—la luz está excesivamente
cara, pugno por el ahorro—, 
voy peldaño a peldaño 
con un cuidado extremo
a no volver a caer.
Me doy cuenta que conforme bajo
la presión va aumentando,
el aire se enrarece y es difícil
respirar —y mira que tengo 
los pulmones amplios.
Sigo bajando los peldaños,
de un mármol ya raído
por el sufrimiento de lo nuestro,
de una dependencia emocional
que nos corroyó el alma. 
Sigo bajando y parece que ya
los peldaños no existen.
Llego a un rellano lleno de recuerdos,
le veo sonriendo como cuando aquel día.
—sonrío contigo— y procuro no hablar,
no hablarle para evitar caer
en el marasmo tóxico en el que nadábamos.
Se acerca a mí, yo huyo.
Me dirige palabras que adolecen de eco,
le doy la espalda para evitar la emboscada,
—háztelo mirar, le dije, es una pena—. 
Sigo con la mirada al frente hacia la escalera,
la espalda ausente y sorda a sus súplicas.
Empiezo a subir, a remontar hacia la luz.
Ella extiende las manos implorando perdón.
Me entran ganas de contestarle 
pero no debo; contestar sería alimentar
las brasas de un infierno que debe enfriarse. 
Atrás escucho sus voces, sus sollozos,
sus súplicas, sus lamentos; te necesito me dice, 
y sin decir le digo, por dentro, tienes que mirar
de frente a tu herida si quieres sanarla. 
Sigo de frente, venciendo paso a paso 
la tentación de mirar atrás y que yo mismo
desaparezca antes de que se haga la luz;
no quiero que eso ocurra...
Sigo subiendo los peldaños con su voz detrás
royéndome los talones, incisiva, pero no giro
la cabeza, aunque tengo la tentación.
Veo la luz a pocos pasos, a pocos peldaños.
Sigo aún más animado de salvarme, 
de sobrevivir a este marasmo, confiado.
Ella sigue llorando, gimiendo, lamentando
todo el daño que vertió sobre mí, arrastrando
su dignidad sobre un suelo de limo y cochambre. 
La luz está ahí, al alcance de mi mano, la toco,
la palpo con todos los poros y sentidos, estoy
en ella, ya sin miedo; por eso oso mirar atrás,
y cuál es mi sorpresa que no la veo, no existe ya,
las voces quedaron silenciadas sobre el caucho
latente de las paredes que me precedieron. 
Respiro por fin aire fresco...