Atardece lentamente, mientras entorno los ojos y los recuerdos, me llevan a tiempos que no he vivido…, en algún lugar, de mi mente..., mientras la música crea ese ambiente dinámico, de los pensamientos.
Quizá hayan sido de José, mi abuelo..., por los 80\' del siglo viejo, deslizándose por la planchada del barco a velas, en esa mañana brumosa de la coruña, vestido aún como seminarista dejaba atrás la familia, que lo quería cura…
Lo conocí, por poco tiempo, en mi primera niñez, tengo algo de parecido a su fisonomía, hombre bajo y formido, de inquieta inteligencia, afecto a la filosofía…, me hubiese gustado frecuentarlo en mi adultez.
En unas semanas, la nueva tierra nacería bajo sus pies..., quizá sabiendo que alguna vez lo recordaría yo, en la continuidad de la vida y sus ideas filosóficas sobre la trascendencia del alma.
No sabes, como eran de ásperas las telas del hábito y el origen de las ideas de Dios, que aún tengo…
El mar, se transformó en león al llegar a Buenos Aires. Las aguas túrbidas del norte, hacían ese mar marrón, espeso como el café con leche, del tazón que pobló de pequeñas migajas de pan, al llegar al puerto.
-Dígame “padre”-, le interrogó el dueño del bar, - de qué congregación es usted-…
José, dejando el tazón, le contestó, - de la humana…, hijo mío-…- pero sabéis una cosa, desearía cambiar estas vestiduras, por algunas más propias de un señor, dispongo de unos ahorros birlados al destino--
El cantinero, hábil en esas lides, comprendió la situación y prometió facilitar la metamorfosis, sin la más mínima pregunta, suponiendo quizá inconvenientes historias pendientes con la justicia.
Desde ese momento, ubicado en una pieza de la trastienda y con ropas adecuadas, José se atreve a salir y conocer Buenos Aires, con la finalidad de buscar sustento y un lugar adecuado en la sociedad que pretendía considerar como propia.
En la cantina del puerto, todos lo consideraban con respeto y hasta con cierto temor, pues el cantinero y su inagotable imaginación, suponía en cada silencio que José imponía, un cúmulo de historias inquietantes.
A las pocas semanas, José se entera que en el ministerio de Agricultura, necesitan personal y acude, con la angustia de la bancarrota.
Al ingresar al fastuoso edificio, en la mesa de entradas un amanuense, le pregunta con quién tiene audiencia. José, de magra estatura, compensaba su presencia, con un aura importante, avalado por la vestimenta que había conseguido, según se enteró, había pertenecido a un político caído en la desgracia de un duelo, por cuestiones de polleras, en la trastienda del bar. Por ello, tenía sumo cuidado, de ocultar el lado izquierdo del chaleco, que aunque bien zurcido, notaba la inquietante historia.
--Quiero ver al ministro--, se le ocurrió decir y ante esta realidad imperiosa, el amanuense, le pregunta con temor, cuál es su nombre, pues no estaba en lista.
José, sabía que estaba al punto del delirio y trató de suavizar la situación, --Mire usted, supongo que ignora quién soy, al igual que el ministro, pero es de sustancia que me reciba, pues hay una vida que pende del destino que lo haga--
Ante este oscuro acertijo, el empleado, notoriamente inquieto, le sugiere a José, que lo acompañe a una sala reservada, para que espere la audiencia con el ministro, preguntándole si deseaba un café, para entretener los tiempos.
Estaba José, revolviendo el contenido del pocillo, mientras pensaba cómo la vida se desataba en tormenta, desde que partiera de su tierra. Del paso de seminarista, interesado en la filosofía clásica, a un potencial tahúr sin escrúpulos, en esa tierra en los finales del conocimiento.
Por momentos, tenía ante sí, el anochecer a bordo del barco, el cielo púrpura barrido por el viento salitroso del mar y ese instintivo aferrarse a la borda…, como si ella fuese lo único, la misma vida mientras la oscuridad lo devoraba todo…
José Couceyro…, la voz casi interogatoria, lo citaba…
Incorporándose con la hidalguía que podía, aún turbado por la visión de esa noche en el mar, José, se dirige a la puerta semiabierta y la traspone.
--¿No tengo el gusto?--, le dice amablemente el funcionario y José iluminando su mirada, extiende su diestra citándose con firmeza, diciéndole – He venido de lejos, en la certeza que usted me esperaba, aunque no lo supiese--
El ministro, lo mira intrigado, sumido en un silencio incómodo … --Acláreme usted--, le dice.
José, se suma al silencio en el que naufraga, su razón le indica que está perdido y solo Dios puede comprenderlo y salvarlo…
--Señor ministro, tenemos una amistad superior, en común. Y por ello y con su anuencia vengo a molestarlo. Él sabe de su complacencia y bonomía, para brindarme apoyo y un lugar en la nómina del ministerio, donde sabré desempeñar a la altura de mis conocimientos y habilidades--
En estos dichos estaba, cuando un mozo, les servía el café en pequeños pocillos de gruesa loza blanca.
José, tomó ese pocillo, con fineza y sorbió el contenido lentamente, mientras mantenía la mirada en los ojos del ministro, que había juntado sus manos ocultando la boca, hasta que baja los bazos sobre el escritorio, para tomar su pocillo, al que coloca dos terrones de azúcar y revuelve por eternos momentos…
El ministro, levanta el pocillo y habiendo tomado un sorbo, dice –excelente café, ¿no le parece?--
--Siéntase usted como en su casa, señor Couceyro, justamente tengo una plaza de inspector, que espero usted asuma, daré instrucciones al respecto. Sabiendo con esto, haber agradado el mandato que lo trajo a mí...--
Estos hechos, no me fueron confiados, solo los he rescatado de lo vivido por él y que lo siento propio, como ese chaleco zurcido y el estoque que perteneciera al ignoto político batido en la trastienda y que estoy apretando en mi mano, mientras salgo del Ministerio en esta tierra que ahora es un poco mía.