El amanecer, un café, el aroma del pan tostado y la calma habitando por doquier. La soledad tan bella acompaña mis pensamientos mas profundos, la sensación cómoda que genera el pijama y las chancletas, el pelo aún sin peinar, un bostezo corto y el amanecer saludando de cerca.
La mañana siempre me ha parecido el momento mas preciso de un día ordinario; tan común como los demás, pero tan único y especial. Genera un sentimiento maravilloso, un reencuentro conmigo misma, el placer de un desayuno rutinario, el disfrute de charlarme como si estuviera loca, felizmente loca y sin importar nada mas que ese instante a solas, en la cocina, junto a la ventana, dándole la bienvenida a este amanecer, imperdible, apasionante e inspirador.
Veo el verde allá afuera, los árboles vestidos de sus hojas tan vivas y frescas rodeando la casa, las plantas, las flores y el amanecer cumpliendo el objetivo de un paisaje perfecto, que me sienta bien y muy afortunada de ser testigo de esa vista, con la cualidad de transmitirme paz interior, regalándome el don de poder oír al silencio y gozarlo con tanta facilidad, anhelando que se pare el tiempo justo cuando comienza a amanecer, para poder de esa forma sentirme con la suerte de verlo lucirse y pensar que todo tiene sentido, sin que corra el reloj, tomando un sorbo de mi café mientras observo la ventana y me enamoro una vez mas de la invitación del Señor de apreciar semejante belleza.
Y creo fuertemente que vale la pena despertar en brazos del amanecer único y especial.