Esta es la historia de un hombre
cuya sombra tiene mil colores.
Era un demente pintor,
tan perturvado por lo que vió,
por lo que sintió
y por lo que sentir dejó
que su mirada se debatía
entre saltar por la ventana
o tirarse por el balcón
aunque,
sorprendentemente, decidió
perderse, inmóvil,
clavada en un reloj
mas lejos de alcanzar su meta,
no consiguió mover hacia atrás
ninguna de sus saetas.
Y entonces, enloquezió,
y su corazón,
que se creía bravo caballero,
no pudiendo ser por mas tiempo,
de hielo,
se quito su pesada coraza,
de acero,
y desenfundó su brillante espada,
de hierro,
que puso fin a su dolor.
Y entonces, se desquizió
y encarceladas, sus lágrimas,
de hielo,
asomadas a sus frios barrotes,
de acero,
y con voz grave, rotunda, y
de hierro,
le preguntaron a sus ojos,
que por qué cumplían condena,
ya que parecia el carcelero,
mas sumido en pena
que el propio prisionero.
Con la mirada perdida,
y un corazón muerto,
y unas lágrimas cautivas,
y en un alarde de locura,
se encerró en su habitación,
quitándose la sombra, con dulzura,
y colgándola del techo,
y de hecho,
quiso pintarla de negro
para que fuese como las demás.
Tanto tiempo pasó
llevando a cabo
su absurdo cometido
que sin darse por advertido,
olvidó
los colores de la vida.
El color esperanza
de los prados,
El color profundo
de los mares,
El color claro
de los cielos,
que se torna granate
de puro enfado.
Y sobre todo,
el calor brillante de una mirada.
Y cuando terminó,
tan frustradó se vió,
ante tanto tiempo perdido,
que para que no callera,
nunca más, en olvido,
derrivó
todos sus colores sobre su sombra,
que diferente y multicolor,
le sonrió.