Mariano Torrent
Beber
Libro: Detrás del infinito está la vida
Beber el ansia de las flechas exhaustas. Subastar la
bandada de incomprensibles gaviotas que surcan la
sucia piel de las pesadillas. Aprender de la victoria
de los enemigos, celebrar ser huésped de la frustración.
Escanciar el sincretismo y la paranoia. Sobrevivir en
lo ocre, desligarse de lo azul. Multiplicar madrugadas
torpes. Dejar una tristeza sencilla grabada en
las paredes de un invierno de tranvías perdidos.
Consumir reflexiones como si de electricidad se tratara.
Encender pigmentos. Enhebrar ciudades. Estafar pero
bien vestido. Reservar la niebla para la elite de las
estatuas miserables. Malvender al que ensalza la ironía.
Absorber los tibios aplausos para el imitador
de lo abominable. Adentrarse en sofismas
cabizbajos. Prometer pantanos. Obsequiar plazas
subastadas. Despreciar las dinastías de neutrales.
Paladear astucias paulatinas. Estremecer al
severo y al silencioso, al serio y al licencioso. Fabricar un universo
de espinas manuscritas. Saquear un jardín de orquídeas
adormecidas. Abrazar una bacinada inexpugnable.
Combatir sin tregua contra aristas posesivas. Ignorar las
burbujas de lo obsceno. Ser y no ser al mismo tiempo y
por el mismo precio. Colgarse enigmas a falta de
medallas. Armarse de osadía para escalar el infortunio.
Añadir un zapping de caricias. Incorporar sollozos
con sabor a mermelada. Verter los ridículos
movimientos del tiempo deslizándose. Amortizar todas
las penitencias. Practicar lo contrario del derrotismo.
Repensar los cantos de sirena que saben
a melopea desafinada. Mudarse al laboratorio de
un científico demente que tiene una tarántula como
mascota. Desandar huellas con pasos pirotécnicos.
Calibrar anécdotas rancias. Dibujar perros invisibles.
Cobrar por ventanilla un optimismo fallido. Prestar un
taburete al destino equivocado. Ceñirse a una trilogía
de arrugas perfectas. Vacunarse contra la deslealtad.
Distinguir lo esencial de lo accidental. Poner sobre una
bandeja las pesadillas de doble llave. Salir a la calle a
despejarse del ego. Ser un turista desmemoriado. Aislar
de cada día los insípidos minutos de autocomplacencia.
Parafrasear pactos de mutuo olvido. Contar los surcos
a la frente de la luna. Eyectarse de la cápsula
del yo al menos por un rato. Apreciar mejor
los problemas y despreciar mejor a quien corresponda.
Usar de tintero los sentimientos. Declamar acerca del
análisis bioquímico del espermatozoide de un león.
Consensuar todas las angustias que se quiebran debajo
de una certidumbre. Arribar al fondo de un pellizco.
Conjugar efervescencia, aunque tiemble la mandíbula.
Dejar descansar argumentos dentro de una copa de
vino. Balbucir una síntesis medianamente infiel de
aquel tiempo en que la libertad se compraba sin receta.
Tamizar la convocatoria a un enojo capicúa.
Correr el velo de las inconsciencias ancestrales.
Asfaltar lo misterioso. Decir una palabra que
valga por las tantas que se han callado.
Beber, que es un sorbo la vida
prohibido a menores de dieciocho engaños.
Porque a veces desvanecerse también
es permitirse el lujo de desposeer.
Fin de tan extraño poema.