Juancito llegó llorando
con un zapatito roto;
su dedo, que iba sangrando,
generó gran alboroto.
¿Qué te pasa, mi Juancito?,
– preguntó la profesora,
cuando entró él despacito
con su voz conmovedora –.
Se me ha roto mi zapato
y me he golpeado el dedo.
Ya parece un garabato,
tener otros yo no puedo.
Tu padre está trabajando
y… ¿no podrá comprar otros?
Él muy poco está ganando,
no alcanza para nosotros.
Tiene a mi abuelita enferma
y ella está bien delicada.
La fiebre nunca le merma
y pasa muy angustiada.
Él le lleva medicina
que le receta un doctor
el que ya le vaticina
que le quitará el dolor.
Pero nunca se le quita
el dolor que le atormenta.
Pobrecita mi abuelita
ya no se le ve contenta.
Ella sufre sus dolores
que la tienen ya postrada
ya no cuida ni sus flores
ya no quiere nada, nada.
La maestra compungida
una lágrima soltó
y con voz enternecida
al infante lo abrazó.
Ya no llores, mi chiquillo;
ya no llores, por favor,
que cantando un pajarillo
cantará también de amor.
Ya vendrán días mejores
y debes prepararte hoy;
porque donde hay amores,
para ahí también yo voy.
Qué pena y melancolías
Juancito ya no volvió
pasado unos cuantos días
su abuelita se murió.
Juancito no pasó el grado
y a leer nunca aprendió.
Hoy es un niño iletrado,
que a trabajar se quedó.
Así pasa a muchos niños
justo aquí en El Salvador,
que en vez de tener cariños
los chicos sufren dolor.
Qué desdichas las del pobre
que sufriendo van a cuesta
bebiendo el agua salobre
mientras otros hacen fiesta.
Esta verdad siempre apesta
como carne putrefacta;
y ya escribió, «Patria Exacta»,
otro que me antecedió,
otro que también murió…
¿Y la injusticia?... ¡está intacta!