“Y el séptimo ángel tocó su trompeta”
Y en el horizonte murió la mirada.
Caras macilentas de horror y de hambre;
la cruz del tormento que llevó el profeta,
las manos vacías, manchadas de sangre
de un niño, de un hombre, de un infortunado
que de la esperanza, no le queda nada
sólo los rescoldos de un campo minado.
“Luego vi a la bestia de siete cabezas”
Vi a la muchedumbre que, despavorida,
huía mientras otras criaturas aviesas
de entrañas muy negras y mente torcida
les volvieron luego en fáciles presas.
Presas de la ira, del ávido encono;
presas de avaricia, lujuria y apego.
De envidia, de celos, cual reyes en trono
cuyo dios es solo su imparable ego.
“… vi cuatro jinetes ir sobre la tierra”
Y corrió mi llanto e inundó los mares.
Seres inocentes, heridas de guerra
en rostros e inertes cuerpos por millares.
Y pedí perdón ¡perdón! por la indolencia,
por mi indiferencia, por dejar de lado,
por el “no me importa”, por el “no me afecta”
por mi negligencia envuelta en pecado.
“Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva”
cuando no esperaba ya ningún consuelo.
La esperanza rota, la virtud cubierta
de fango, indefensa, rodar por el suelo
sin que nadie sienta, sin que nadie advierta
que el fin de los tiempos lo lleva en los dedos;
que basta un chasquido, un golpe en el pecho,
que ya no te salvan ni rezos ni credos.
Que no hay vuelta de hoja, el daño está hecho
porque nadie siente, porque nadie implora,
porque solo somos ciegos guías de ciegos
¡nuestro apocalipsis es aquí y ahora!