Te miro.
Aprendo a mirarte cada día,
cada segundo, cada...
Cuando me detengo
en el iris profundo de tus ojos
veo a Dios, y me mira, atento.
—Decía San Agustín que Dios reposa en un lugar dentro, más íntimo que la propia intimidad.
Prosigo el poema después de este inciso...
Me retiro abrumado
para descansar la vista,
calmarla de tanta intensidad,
de tanta luz incomprensible.
Estás dormida —por eso te dejas hacer.
Te miro.
Dibujo en mi mente el conocimiento
de cada uno de tus valles, tus altas cumbres
sujetas sobre la nada, tus incomprensiones,
tus miedos de entregarte por entero.
Quiero quererte y por eso profundizo...
Tu verdad me está esperando
pero aún mora lejos —el camino
es tortuoso, y requiere de paciencia.
Te miro.
Ahora pruebo con el otro ojo.
La pupila me atrae como agujero negro,
me adentro y emboco un túnel ciego.
El nervio óptico está echando chiribitas
cual si fuera un fin de fiesta, fuegos artificiales.
Atravieso toda su maraña
hasta llegar a un terreno yermo, frío.
A lo lejos diviso una casa, blanca, sola,
con un huerto verde alrededor.
Empujo la puerta y no hay nadie, sola.
Pido permiso para entrar, nadie.
Entro, me acomodo en una habitación
sin vistas y me tiendo en la cama, miro.
El techo carece de luz —solo, podré ver
mientras la luz que entra siga vigente...
Me adormezco movido por el cansancio
de tanto viaje y se me aparece tu imagen.
Me sonríes sin atreverte a decirme nada.
La pesadilla me despierta y no veo, ya de noche.
Salgo de la casa y noto cerca, al fondo
del paisaje, una especie de abismo,
de precipicio. Me acerco y caigo a la profundidad.
Me despeño en caída libre
hasta llegar a una suerte de piscina picante,
como de ácido clorhídrico. Me descompongo
a la velocidad de un tren que pasa veloz.
Desaparezco deglutido por tu estómago.
Ahora sí que he ingresado en ti, en tu esencia,
en el Dios que espera por detrás
de tu intimidad, de tu profundidad más profunda.