Como soñador errante
hice mi nido en su lecho
inflamado de ilusión.
Bebiendo su dulce miel
y acariciando su piel
yo le entregué el corazón.
Llena de esplendente luz,
su mirada soñadora
con su rayo angelical
mis sueños iluminaba,
y en el alma me dejaba
su resplandor celestial.
Su voz tan dulce y gentil
como magnífico trino,
era imponente murmullo
de una paloma torcaz,
que me llenaba de paz
dándole a mi alma su arrullo.
Los rayos de la sonrisa
que en su faz se dibujaba
de estrella me parecían;
porque eran tan deslumbrantes
que sus auras excitantes
mis venas estremecían.
Su boca roja y carnosa
hecha de fuego y delirio
era fuente de dulzura;
ella calmó mi apetito
de aquel deseo infinito
que llevaba a la locura.
Yo dibujé con mis manos
ese cuerpo tan perfecto
que fuera mi adoración;
porque fue la Dulcinea
que encendía ardiente tea
desbordante de pasión.
Por eso en cada momento
que añoro tan lindos días
vuelve su luz a brillar;
y recordando sus besos
que llenaban de embelesos
aún me pongo a soñar.
Autor: Aníbal Rodríguez.