Alberto Escobar

Mis tentaciones...

 

 

 

 

 

Ayer cumplí mi primer año, aquí,
rodeado de la nada, marrón, dunas,
tierra sin gente, sin un alma
que echarme a la boca. 
Privado hasta del maná 
que Moisés tuvo que recibir de Dios
para llegar a la tierra prometida. 
Privado de cualquier caricia,
sin siquiera un eco a mis palabras. 
Llevo ya la eternidad de un año
entre este tarimado inmundo, 
que hasta el color y el material
de que está hecho son miserables.
No dispongo apenas de una letrina
donde defecar como humano que soy,
debo colocarme a la altura primigenia
de un animal para sentirme abasto
a las condiciones que me han tocado vivir. 
El frío es intenso, también el calor
cuando el sol imparte justicia. 
Apenas cuento con un infeliz emparrado
que me sirva de sombrero a su furia
—me estoy quemando por fuera
y por dentro como San Lorenzo 
en su parrilla—, y me tengo que valer
de la calderilla de unas hojas jugosas
que nacen y mueren aquí cerca.
El agua solo se me dispone en ellas;
por aquí no existe la suerte de un oasis
ni el azar de una corriente subterránea
que tras golpes de azadón brote de júbilo. 
En los momentos de calma, cuando el silencio
es padre, hijo y espíritu santo del entorno,
me amenaza la pasión de la carne venida
de los recuerdos del joven que fui —Marcela,
una chica que vivía a dos calles de mi casa
en Tebas, era el desvelo de mis noches—,
y tiemblo, y la piel se me pone tibia, 
transparente, y se me eriza el escaso vello
de que aún dispongo como si fuese escarpia. 
Cuando alcanzo a dormir — esto sucede
cuando tras espasmos continuos en el párpado
izquierdo se me cierra, y el otro, por no ser menos,
lo acompaña en su soledad para dar pábulo
y descanso al globo que detrás mora— me viene
como elefante en una cacharrería todo un catálogo
de bestias mitológicas, a cual más espeluznante,
y convierten mi momentánea inconsciencia 
de esta tortura en una subtortura aún más cruenta. 
Llevo ya un año, sí, pero de una densidad vital
cual si fueran dos o más lustros los vividos.
Quiero resistir por que Dios está conmigo, lo sé.
Siento su presencia como si fuese material.
Debo sobrevivir o perecer en el intento, pero nunca
volver a la mentira de un mundo que ya conozco
y que no me conforta en lo más mínimo, ni edifica
mi alma. 
Aquí sigo... Voy a comer algo.